Un día sin coches no basta, y sólo sirve para recordar las
consecuencias del uso masivo del automóvil privado.
El automóvil devora la
ciudad. La guerra de Irak, el accidente del Prestige y la ola de calor del
verano de 2003, son muestras de lo que significa un modelo energético basado en
el petróleo, y el transporte es el sector más dependiente.
"Peor que estar enfermo es tener un mal médico",
escribía Quevedo, y el médico que trata las enfermedades del transporte, el
ministro Álvarez Cascos, no podía ser más peligroso. La política de
infraestructuras del gobierno del PP va encaminado a facilitar aún más el uso
insostenible del automóvil privado, con miles de kilómetros más de autovías y
autopistas, que es como querer tratar la adicción con una sobredosis, aplicando
la eutanasia al ferrocarril tradicional con una mortal inyección de nuevas
líneas de AVE, hasta alcanzar los 7.131 kilómetros.
El precio de la sobredosis de infraestructuras de transporte
es el enorme coste de miles de millones de euros, a pagar por todos y a cobrar
por unas pocas empresas, como Dragados y Construcciones, Cubiertas y MZOV,
Fomento de Construcciones, Ferrovial o Agromán.
El retraso histórico de las infraestructuras españolas es
una verdad o una mentira a medias.
¿Frente a quién se define tal retraso? Frente a Estados
Unidos, Alemania y otros países de la Comunidad Europea. ¿Y por qué no frente
al llamado Tercer Mundo o el Este de Europa? Pero, como enseña cualquier manual
de economía, las necesidades son infinitas y los recursos limitados, incluida
la capacidad de sumidero de la atmósfera. Se olvidan de citar a las
multinacionales del automóvil y a las grandes empresas constructoras, pero un
olvido así lo tiene cualquier gobierno tan ocupado en destrozar el medio
ambiente durante la mañana y por la tarde evaluar el impacto ambiental de los
destrozos.
El problema del transporte en España no es la carencia de
autovías, autopistas, vías de circunvalación y aparcamientos subterráneos, sino
las causas que inducen a multiplicar las necesidades de desplazamientos, cada
vez más frecuentes y distantes, el incremento de la accesibilidad del vehículo
privado y la orientación de la demanda hacia los modos menos eficientes
energéticamente, como la carretera y el transporte aéreo.
España dispone de 8.000 km de vías de gran capacidad, y para
el año 2010 se llegará a 13.000 km. La solución no es aumentar la movilidad y
el empleo del automóvil privado, para ir a comprar al hipermercado arruinando
al pequeño comercio de barrio o desplazarse a un puesto de trabajo localizado a
30 kilómetros del lugar de residencia, dejando el ferrocarril para algún
desplazamiento rápido en el AVE en sustitución del avión a Barcelona, Sevilla o
Valencia. La solución es la reducción de la necesidad de desplazarse, que no su
posibilidad, y el cambio del automóvil por otros modos de transporte, como el
caminar, la bicicleta, los autobuses, el tranvía y el tren.
Transporte y cambio climático
El parque de vehículos en España hoy llega a los 25
millones, de los que 19 millones son turismos, cifra muy superior a la suma de
los automóviles de India y China, países cuya población supera los 2.200
millones de personas, 55 veces más que España. Nuestra motorización es 300
veces mayor que la de India y China. El modelo norteamericano, con 200 millones
de vehículos para 280 millones de personas, no es viable, pues de extenderse al
resto del mundo el parque automovilístico debería ser hoy de 4.500 millones,
ocho veces más que los 580 millones de vehículos que ahora circulan por las
carreteras de todo el mundo. El modelo no es viable, pero todos lo imitan, y lo
imitarán hasta que la crisis ambiental sea irreversible.
En el año 2000, el transporte absorbió en España el 42% del
consumo final de energía y, desde 1995, los consumos han aumentado un 26%, más
que en cualquier otro sector. La carretera representa el 79,5% del consumo del
sector, el transporte aéreo el 13,7%, el transporte marítimo el 4,2% y el
ferrocarril el 2,6%. En términos absolutos el transporte consumió 32,8 millones
equivalentes de petróleo en el año 2000.
En el mundo las emisiones del sector transporte ascendieron
a 1.500 millones de toneladas de dióxido de carbono (el 17% de las emisiones
antropogénicas o causadas por el hombre), 140 millones de toneladas de monóxido
de carbono (60% de las emisiones), 40 millones de óxidos de nitrógeno (42% del
total), 30 millones de hidrocarburos (40%), 9 millones de partículas (13%) y
tres millones y medio de toneladas de óxidos de azufre (3%). La Comisión
Europea y la Asociación de Constructores Europeos han acordado rebajar las
emisiones de dióxido de carbono desde los 170 g/km actuales a 140 g/km en 2008,
pero tal acuerdo es insuficiente, dado que cada año se venden más todoterreno,
auténticos devoradores de gasolina o gasóleo, el parque aumenta, los vehículos
son cada vez mayores y cada año recorren más km. Probablemente la única medida
eficaz para frenar las emisiones sea una profunda reforma fiscal ecológica, que
penalice el consumo de combustibles.
Si las emisiones actuales se multiplicasen por ocho, que es
lo que supondría la extensión del modelo norteamericano y de la Europa rica, la
vida sería imposible y el barril de petróleo no estaría a sólo 25 dólares, a
pesar de la invasión de Irak. Pero nadie tiene el derecho de negar a los
chinos, indios, africanos o a los latinoamericanos, los bienes de consumo
(automóviles o frigoríficos) que tiene la población de los países ricos. La
extensión de tales bienes es imposible, pues su generalización desataría una
crisis de recursos y de sumideros (ambiental) de proporciones inimaginables.
Hoy el transporte absorbe la mitad del petróleo consumido
anualmente. Si los pobres del Sur no pueden y nosotros, los pobres y los ricos
del Norte, sí, ¿con qué derecho podemos pedirles que conserven los bosques
tropicales y la biodiversidad, o los grandes mamíferos como el tigre, el panda,
el gorila, el elefante o el rinoceronte, y que no contribuyan al cambio
climático o a la destrucción de la capa de ozono con sus frigoríficos y
aparatos de aire acondicionado? Incluso con el escenario más realista, que no
el más justo, donde los del Sur siguen siendo pobres excepto una pequeña élite,
y los del Norte ricos excepto una minoría de pobres cada vez mayor, con un
incremento anual del parque de turismos en 10 millones de unidades y de 5
millones el de autobuses y camiones, el número de vehículos llegaría a 1.000
millones en el año 2030.
Ni el aumento de la eficiencia energética, ni los nuevos
combustibles (con la excepción del hidrógeno consumido en pilas de combustible
o la electricidad procedente de células solares fotovoltaicas), ni los nuevos
materiales, impedirán la crisis ambiental. El llamado automóvil ecológico es
una quimera de un hábil marketing sin ninguna base real. El coche que consumirá
tres o cuatro litros por cada 100 km, en vez de los 9 litros de media hoy en la
Comunidad Europea, crea unas falsas expectativas de resolución de los problemas
ambientales, sin reducir drásticamente el uso del automóvil. Como recuerda la
propia Comisión de las Comunidades Europeas, "los usuarios que disponen de
automóvil cubren más de cuatro veces el kilometraje recorrido por los usuarios
que no lo tienen".
Incluso unos hipotéticos automóviles que utilizasen
hidrógeno o electricidad, obtenido a partir de células fotovoltaicas, no
acabarían con los atascos ni la congestión, y seguirían necesitando carreteras
y un lugar donde aparcar. Las reducciones en los consumos energéticos
específicos previstos, de 9 l/100 km a 7,8 l/ km en el año 2010, no tendrán
ninguna repercusión global, debido al aumento del parque automovilístico; en la
Comunidad Europea pasará de 115 millones en 1987 a 167 millones de vehículos en
el año 2010 (de 381 a 503 automóviles por cada 1.000 habitantes).
En España, el transporte emitió a la atmósfera el 30% de las
emisiones de dióxido de carbono, 3 millones de toneladas de monóxido de
carbono, 620.000 toneladas de óxidos de nitrógeno, 600.000 de compuestos
orgánicos volátiles, 61.000 de dióxido de azufre y 31.000 toneladas de
partículas. Un automóvil de tamaño medio matriculado hoy, con todos los
adelantos para reducir la contaminación (catalizadores, gasolina sin plomo), y
con un bajo consumo energético, que haga unos 13.000 kilómetros anuales y que
dure 10 años, emitirá 22,1 toneladas de dióxido de carbono; 4,8 kilogramos de
dióxido de azufre; 46,8 kg de óxidos de nitrógeno; 325 kg de monóxido de
carbono; 36 kg de hidrocarburos; y 26,5 toneladas de residuos. Además hay que
considerar la contaminación de suelos, aire y agua por gasolina o gasóleo,
cadmio, plomo, cobre, cromo, níquel, zinc y PCB. Las deposiciones ácidas de
cada auto causarán la muerte de tres árboles y dañarán seriamente a otros 30.
El coche en cuestión acortará, por término medio, la vida en 820 horas, debido
a accidentes mortales de tráfico; uno de cada 100 conductores morirá en
accidentes de tráfico. Los costes externos debidos a la contaminación, el ruido
y los accidentes, una vez deducidos todos los impuestos que paga el vehículo,
ascienden a 4.100 euros anuales.
El transporte contribuye a las emisiones de gases de
invernadero, acelerando el cambio climático, y a la destrucción de la capa de
ozono, debido a la utilización de clorofluorocarbonos (CFC) en las espumas de
los asientos y en los sistemas de acondicionamiento de aire del parque actual o
sus sustitutos (HCFC, HFC). El automóvil destruye el ozono de la estratosfera,
donde es más necesario, pero aquí abajo, en la troposfera, donde no lo
necesitamos, el automóvil produce grandes cantidades de ozono troposférico al
reaccionar los óxidos de nitrógeno y los hidrocarburos en presencia de la luz
solar, dañando la salud de las personas, los cultivos, los árboles y las
plantas en general, y contribuye además con un 8% al efecto invernadero. El
transporte es, junto con las centrales termoeléctricas de carbón, la principal
causa de las lluvias ácidas, debido a la emisión de óxidos de nitrógeno y de
dióxido de azufre.
Ocupación del suelo
La producción de un automóvil de 850 kilogramos requiere
cerca de dos toneladas equivalentes de petróleo y numerosas materias primas y
productos industriales, como acero, aluminio, caucho, pinturas, vidrio o
plásticos. La elaboración y transformación de tales productos tiene un enorme
coste ambiental, directo e indirecto. Basta pensar en las grandes
hidroeléctricas destinadas a proporcionar la electricidad necesaria para la
transformación de la bauxita en aluminio, un metal imprescindible para los
automóviles, en las industrias siderúrgicas (la industria automovilística
absorbe el 20% del acero), en los polos petroquímicos que producen los
plásticos o las materias primas para su fabricación, o en las refinerías que
producen la gasolina, el gasóleo y el asfalto para las carreteras.
Desde 1946 hasta 2003 un total de 500 millones de coches se
han convertido en residuos, sólo en Estados Unidos; el reciclaje de todas las
partes del automóvil, especialmente los 9 kilos de plomo de las baterías o los
60 plásticos diferentes que lo componen, no está resuelto, no obstante la
propaganda engañosa de las principales multinacionales del sector. Anualmente
se producen 40 millones de automóviles, que en un periodo que rara vez supera
los diez años, acabarán convertidos en chatarra.
La construcción de un kilómetro llano de autopista de 4
carriles requiere 1.500 kilogramos equivalentes de petróleo en asfalto o
combustible para la maquinaria de obras públicas. Las infraestructuras de
transporte tienen una repercusión irreversible en la ocupación del suelo, en el
paisaje y en la fragmentación de hábitats. El 2% del territorio de Estados
Unidos está ocupado por el automóvil (carreteras, calles, aparcamientos), y en
los 15 países de la Comunidad Europea sólo la red vial ocupa 40.000 kilómetros
cuadrados. En España 7.200 kilómetros cuadrados están ocupados por carreteras,
calles, aparcamientos, estaciones y aeropuertos.
Las pequeñas mejoras propuestas en los estudios de impacto
ambiental en poco o nada ayudan a reducir las consecuencias irreversibles de
esas infranqueables barreras que son las autopistas y autovías, no sólo para la
flora y fauna, sino incluso para las personas o peatones, cuya movilidad queda
reducida. Los estudios de impacto ambiental son un mero trámite burocrático,
sin ninguna trascendencia.
El coche devora la ciudad
México, Santiago, Bogotá, Atenas, Roma, Bangkok, Los
Ángeles, Lagos, Sao Paulo, Nueva Delhi, Calcuta, El Cairo, Londres y Madrid,
son algunas de las ciudades que año tras año sufren la contaminación
atmosférica debido al tráfico de automóviles, autobuses, furgonetas, camiones y
motocicletas. En condiciones normales los contaminantes emitidos por los
vehículos ascienden con los gases calientes mientras encuentren masas de aire
más frías. Sin embargo, las condiciones topográficas y meteorológicas causan
las inversiones térmicas: la temperatura de la capa de aire situada a varios
centenares de metros de altitud es superior a la de la capa de aire en contacto
con el suelo, a la que bloquea, como una tapadera, impidiendo la difusión de
los contaminantes, situación agravada aún más cuando el viento cesa. Entonces
se disparan los índices de inmisión (cantidad de contaminantes por unidad de
aire), lo que al menos sirve para que las autoridades se preocupen durante unos
días, sin ir al meollo del asunto, es decir, atacar la contaminación en sus
raíces, allá donde se emite.
Diariamente nuestros pulmones filtran 15 kilos de aire y si
vivimos en una gran ciudad o próximos a una carretera, ese aire contendrá
contaminantes emitidos por los automóviles, como el monóxido de carbono, los
óxidos de nitrógeno, el dióxido de azufre, partículas, plomo y
dicloro-1,2-etano, hidrocarburos, formaldehído, y contaminantes secundarios
como el ozono y los peroxiacetilnitratos, algunos de ellos cancerígenos, y casi
todos perjudiciales para la salud humana. El monóxido de carbono se combina 210
veces más rápidamente con la hemoglobina de la sangre que el oxígeno, formando
la carboxihemoglobina, que impide la oxigenación de los tejidos.
La contaminación se agrava tanto por situaciones temporales,
como las inversiones térmicas, como por la congestión en las horas punta. En
Estados Unidos 130 millones de personas, casi la mitad de la población, vive en
áreas cuya contaminación supera los niveles recomendados por la EPA (Agencia de
Protección Ambiental). En Madrid, Barcelona y en otras ciudades españolas no
hace falta ser ningún adivino para saber que año tras año en los meses de
noviembre, diciembre y enero la contaminación alcanzará límites insoportables,
sin que el alcalde de turno haga absolutamente nada, excepto dictar algún bando
y mirar al cielo para ver si llueve o desaparece la inversión térmica. Y
durante los veranos se disparará la contaminación por ozono troposférico,
dañando a plantas, animales y personas.
Demasiados decibelios
El ruido causado por el tráfico depende fundamentalmente de
los ruidos de los motores y del contacto de las ruedas con la calzada. Los
camiones, motos y autobuses son los vehículos que más ruido producen. Un camión
provoca un ruido equivalente al de 10 a 15 coches. El ruido empieza a ser molesto
a partir de los 55 decibelios. Del 40 al 80 por ciento de la población de los
países llamados desarrollados (OCDE) vive en zonas con más de 55 decibelios, y
entre el 7 y el 42% de la población (más de 130 millones de personas) vive en
zonas con niveles inaceptables, con ruidos superiores a los 65 decibelios.
España es el segundo país del mundo industrializado, sólo superado por Japón,
en niveles de ruido, y el primero entre los países de la Unión Europea: el 74%
de la población está expuesta a niveles de ruido superiores a 55 decibelios
leídos en curva A (a las que el oído humano es más sensible), y el 23% sufre
niveles de ruido superiores a 65 decibelios. Madrid es una de las ciudades del
mundo más ruidosas. El 0,5% de la población de la OCDE soporta niveles de ruido
superiores a 65 decibelios debido a los aeropuertos. En Madrid la ampliación
del aeropuerto de Barajas, así como el aeropuerto de Torrejón, utilizado hasta
hace poco por aviones de EE UU, han sido motivo de numerosas protestas
ciudadanas, apoyadas por grupos ecologistas.
Las vibraciones son movimientos de baja frecuencia con
consecuencias comparables a las del ruido, y que provocan daños en edificios,
calles e infraestructuras subterráneas. Como resultado del aumento del tráfico
y sus consecuencias de contaminación atmosférica, ruido, embotellamientos y
nuevas infraestructuras viarias, el centro de las ciudades se ha ido
degradando.
En España mueren anualmente más de 6.000 personas causa de
los accidentes de tráfico (4.026 personas en 2002, según las estadísticas
oficiales que sólo contabilizan los muertos en las primeras 24 horas), muchos
de ellos peatones (unos mil al año) o ciclistas (unos 150). La población se ha
acostumbrado, o nos han acostumbrado, a convivir con una muerte estúpida que fácilmente
se podría evitar, hasta el punto de que los muertos tienen que ser muchos para
llamar la atención. Ningún grupo terrorista en el mundo, ni siquiera el ataque
terrorista del 11 de septiembre o las guerras de la posguerra fría, causan
tantas muertes como el automóvil. Cerca de medio millón de personas mueren
anualmente en el mundo a causa del automóvil.
Alternativas al transporte
Una política decidida, clara y bien estructurada, para
reducir la necesidad de desplazarse, que no su posibilidad, y para orientar la
demanda hacia los modos más eficientes de transporte, significaría una sensible
reducción del consumo de energía, de la contaminación atmosférica y del ruido,
menor ocupación de espacio, reducción del tiempo empleado en desplazarse, menor
número de accidentes, inversiones más reducidas en la infraestructura viaria y
una mejora general de la habitabilidad de las ciudades.
Disminuir las necesidades de transporte, tanto en el número
de desplazamientos como en la longitud de éstos, debería ser el norte que
presida la política en el sector, lo que indudablemente no es fácil, dada la
segregación espacial y social de las áreas metropolitanas, la inercia en los
hábitos de vida, y sobre todo los intereses de las multinacionales del
automóvil y de las empresas constructoras de infraestructuras.
Un caso ilustra la dificultad de articular otra política de
transportes, más acorde con los intereses de la mayoría de la población. En
1936 General Motors, Standard Oil, Firestone, Phillips Petroleum y Mack Truck,
entre otras empresas con intereses en la industria automovilística, crearon la
compañía National City Lines en Estados Unidos. En pocos años la National City
Lines compró más de un centenar de líneas de tranvías y trolebuses en 45
ciudades, cerrándolas a continuación. En 1949 la General Motors y las otras
empresas fueron condenadas y multadas con la ridícula cifra de 5.000 dólares
por ?conspirar para reemplazar los sistemas de transporte eléctrico con
autobuses y monopolizar la venta de éstos?. Pero para entonces el daño ya
estaba hecho; en 1947 el 40% de los trabajadores estadounidenses se desplazaban
al trabajo en transporte público, en 1963 sólo el 14%, y hoy el 4,6%. Procesos
parecidos tienen lugar en la actualidad con las líneas de ferrocarril, pero ahora
es el Estado el que determina los cierres. El objetivo es obligar a que sólo se
pueda ir en automóvil, o todo lo más en autobús.
Hoy en la Europa comunitaria un poderoso grupo de presión,
la ?European Round Table of Industrialists? (ERT), entre cuyos miembros están
Fiat, Daimler-Benz, Man, Volvo, Total, Shell, BP y Pirelli, juega un papel
parecido, aunque esta vez el objetivo es llenar Europa, aún más, de autopistas,
autovías, túneles y algunas líneas de trenes de alta velocidad.
Las flores del campo
Como sentenció Henry Ford, "resolveremos los problemas
de la ciudad abandonando la ciudad… para vivir entre flores lejos de las
calles abarrotadas de gente". Henry Ford logró vender sus automóviles y
mandó a sus paisanos a vivir entre flores, pero no les explicó que todos los
días iban a pasarse varias horas entre atascos o trabajando para pagar el
coche, la gasolina, los seguros o los impuestos con los que financiar las
infraestructuras que llevasen al ciudadano de las flores del chalet adosado a
la oficina. El cantar de los pájaros y el olor de las flores a duras penas
sirvió para compensar de la contaminación, el ruido, el stress del tráfico, los
riesgos de la circulación o las miles de horas pasadas en el coche o trabajando
para pagarlo.
Una política alternativa debería hacer lo contrario de lo
que quería Henry Ford: recuperar la ciudad densa y compacta, favorecer la
proximidad entre el lugar de residencia y el trabajo, no permitir abrir ni un
sólo hipermercado más, revitalizar el pequeño comercio de barrio próximo a
nuestras viviendas y generador de miles de empleos, frenar la terciarización
del centro de las ciudades, mezclar las actividades en lugar de segregarlas en
el espacio y poner coto a la tiranía del automóvil, recuperando calles, bulevares
y plazas para caminantes, ciclistas y niños.
La zonificación hoy carece de sentido, pues la mayoría de
las industrias y servicios apenas presentan problemas ambientales. Una ciudad
compacta con alta densidad, con viviendas, oficinas, comercios, guarderías,
escuelas, hospitales y zonas verdes mezcladas, y drásticas restricciones del
empleo del automóvil, es la mejor y única alternativa a los problemas actuales.
Las medidas encaminadas a pacificar el tráfico y a promover el coche
compartido, junto con una mayor fiscalidad ecológica sobre el automóvil, el uso
de las infraestructuras viarias y el consumo de combustibles, deben formar
parte de una nueva política encaminada a reducir el uso del automóvil.
¿Utopía? La utopía es la generalización del automóvil con
todas sus consecuencias ambientales, sociales y económicas, y el modelo
estadounidense de ciudad dispersa, con gran consumo de espacio y recursos.
El problema de la accesibilidad
El incremento de la accesibilidad del vehículo privado al
centro de las ciudades, es una de las causas de la segregación espacial, y más
que dar respuestas a una demanda existente con anterioridad, la crean,
permitiendo que las viviendas estén cada vez más alejadas del lugar de trabajo,
de los centros comerciales, de enseñanza y de los servicios en general. Una
política distinta al callejón sin salida de la práctica actual debería aumentar
sólo en lo imprescindible la oferta de nuevos medios de transporte, y dentro de
éstos, beneficiar a los menos dañinos. Bajo este punto de vista la prioridad,
en orden decreciente, sería la siguiente: el peatón, la bicicleta, el
transporte público urbano menos contaminante (tranvía, trolebús), el
ferrocarril, el autobús, y en último lugar el automóvil privado y el camión
para el transporte de mercancías. Lo contrario de lo que ahora se hace.
El establecimiento de amplias áreas peatonales, sin
aparcamientos subterráneos en sus proximidades (excepto para los residentes),
los carriles-bicicleta, un diseño urbano que favorezca a los no motorizados (peatones
y ciclistas) y la mejora de la accesibilidad a los puntos de toma del
transporte público, deben ir acompañadas de estrategias encaminadas a evitar
las horas punta, causa principal del sobredimensionamiento de la
infraestructura viaria, y su consecuente subutilización en horas valle,
estableciendo la jornada continua (menos desplazamientos) y escalonando las
horas de entrada y salida de centros laborales, escolares y comerciales, así
como las vacaciones.
Una economía ecológica, más local y menos orientada hacia
mercados internacionales, reduce el flujo de mercancías y el absurdo de bienes
producidos en un lugar para ser vendidos en otro país, mientras se importa un
producto idéntico de un tercer país, únicamente porque los salarios son
inferiores y los bajos costes de transporte no encarecen el producto.
Tarifas políticas
El transporte por carretera no paga su coste real, y lo
mismo sucede con el transporte aéreo. El Estado, los gobiernos regionales y los
municipios han hecho inversiones públicas para construir carreteras, autovías,
vías de circunvalación y calles al servicio del automóvil. Por otro lado ni los
fabricantes de vehículos ni los usuarios pagan directamente las
"externalidades" que todos sufrimos, como la contaminación, el ruido,
los accidentes de tráfico, las lluvias ácidas, el cambio climático o los
residuos generados por los coches al final de su vida útil.
Tales factores deben ser tomados en consideración cuando se
habla del déficit de los ferrocarriles, metro y transporte público en general.
El llamado déficit del transporte público no se puede subsanar a través del
aumento de las tarifas, que lo único que conseguirían es aumentar el número de
motorizados, pues tal déficit queda ampliamente compensado por otras ventajas,
como el ahorro energético, de ruido, de contaminación, de infraestructuras y de
congestión.
En el caso de las grandes ciudades, en vez de construir
nuevas y carísimas líneas de metro, se deberían construir líneas de tranvías,
más eficientes, al no requerir servicios auxiliares (escaleras mecánicas,
iluminación de túneles), más baratos (la infraestructura cuesta menos de la
mitad que la del metro) y agradables y cómodos.
El tranvía no contamina y es sin lugar a dudas el transporte
público ideal, como han comprendido los gobiernos municipales de numerosas
ciudades de todo el mundo. Hoy más de 350 ciudades cuentan con modernos
sistemas de tranvías. A sus ventajas se une la de quitarle un poco de espacio
al automóvil, que fue la única razón para su desaparición en los años en que el
automóvil era visto como la quintaesencia de la libertad y de la movilidad. El
tranvía es el medio más indicado para densidades medias comprendidas entre las
2.500 y las 8.000 plazas/hora en cada sentido, mientras que el autobús sólo es
apropiado para densidades bajas (inferiores a 2.500 plazas/hora) y el metro
sólo debería ser construido cuando las densidades superan las 12.000
plazas/hora/sentido. Una adecuada jerarquización de los medios de transporte
público (taxis, microbuses, autobuses, tranvías, trolebuses, tranvía rápido o
pre-metro, metro, ferrocarril, intercambiadores de transporte), complementada
con los modos no motorizados, como el caminar y la bicicleta, y las nuevas
tecnologías (correo electrónico, Internet, teléfonos móviles, entre otras)
permitiría reducir considerablemente el uso del automóvil.
Ferrocarriles en vía muerta
Los trenes españoles son lentos y caros, debido a una
política de desidia y de abandono por parte de la Administración, gracias a la
cual nuestro ferrocarril es el furgón de cola de Europa. De seguir la política
actual el ferrocarril se extinguirá prácticamente como medio de transporte, con
la única excepción del AVE en las líneas de gran densidad y los servicios de
cercanías en las grandes áreas metropolitanas, como Madrid.
Las causas de la pérdida de competitividad del ferrocarril
tradicional son las altas tarifas y la baja velocidad, debido al perfil y al
trazado de las líneas, y la ausencia de doble vía. Sólo el 66% de la red
convencional está en línea recta, mientras que más de un 15% del trazado son
curvas con radio menor de 500 metros, a la vez que casi el 80% está en rampa.
Tan sólo el 16% de la red tiene doble vía, mientras que en Francia es el 44% y
en Alemania el 43%. ¿Se imaginan si la mayor parte de las carreteras tuviesen
un solo carril a utilizar alternativamente para circular en uno u otro sentido?
El ferrocarril es el medio de transporte que menos energía
consume, el más rápido, cómodo, seguro, el que menos contamina y menos espacio
ocupa, características que lo convierten en el transporte ideal para el tráfico
de mercancías y de pasajeros. Una sola y simple vía de ferrocarril puede
transportar tantos viajeros como 26 carriles de autopistas.
Las razones para potenciar el ferrocarril son claras, y sin
embargo el gobierno practica una sistemática política de abandono y cierre de
líneas, destinando los únicos fondos disponibles a actuaciones faraónicas e
innecesarias, pero muy vendibles a un electorado poco informado, como el AVE
Madrid-Sevilla, Madrid-Barcelona, Madrid-Valencia, o las nuevas líneas
contempladas por el gobierno.
Modos no motorizados
Las autoridades olvidan que aún hoy cerca de la mitad de la
población española no tiene ni automóvil ni siquiera permiso de conducir. En
cualquier país del Tercer Mundo la inmensa mayoría de la población carece de
automóvil e incluso en los países más ricos los niños, ancianos, minusválidos y
los pobres ven su movilidad reducida, a causa de la escasez de transporte
público. Las ventajas del caminar o de la bicicleta son tan evidentes que no es
necesario justificarlas, y sin embargo parecería que son las peores
alternativas, pues andar a pie o en bicicleta es una carrera de obstáculos, e
incluso una forma de vivir peligrosamente. Pero para que los modos no
motorizados sean viables hay que atenuar el tráfico privado, ensanchar las
aceras, impedir que los coches aparquen en cualquier lugar, ampliar las áreas
peatonales y no sólo en ciertas áreas comerciales de los centros históricos.
Los ayuntamientos deben crear áreas peatonales en todos los barrios, concebidas
como lugares de encuentro, de juego de los niños y de convivencia.
En caso de conflicto entre el peatón y el automóvil, el
peatón siempre tiene razón, y a este respecto es especialmente criticable el
diseño de las glorietas y ciertas avenidas, donde el peatón ha de dar enormes
rodeos para no entorpecer al automóvil, o el ancho de las aceras, siempre en
función del coche, o los semáforos que obligan a cruzar a la carrera o con
grave riesgo para la vida del no motorizado.
La bicicleta puede y debe entrar a formar parte de nuestra
vida cotidiana, al igual que en otros países; para ello, es necesario crear
vías para bicicletas, aparcamientos, conexiones con las paradas de transporte
público, mejorar las condiciones ambientales y sobre todo la seguridad.